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William Somerset Maugham (1874-1965) era un caso aparte, un literario que sab�a contar un cuento sin espachurrarlo. Novelista y dramaturgo, pero por encima de todo cuentista, en el buen sentido de la palabra. La cr�tica fue siempre dura con �l: al principio, con el realismo social de Liza of Lambeth (su primera novela cuyo �xito le anim� a abandonar los estudios de medicina), le tachaban de deprimente; luego, cuando hab�a conocido el �xito comercial y viajaba y formaba parte de la alta sociedad, de insustancial. Ni una cosa ni otra, sino un producto de su tiempo: imperialista, conservador rancio, pero tambi�n un c�nico y progre que viol� las normas de la �poca, un bisexual que abandon� Inglaterra y a su mujer para vivir en Francia con su amante norteamericano.

Aqu� est� el cuento perfecto; no sobra ni una palabra. Magistralmente, lo que en otras manos pudo ser una mera an�cdota, o peor, una bienintencionada y pesada novela de triunfo sobre las barreras clasistas y la adversidad, adquiere su dimensi�n exacta. Los escritores importantes siempre han reconocido la importancia del cuento, su permanencia. El cuento aut�ntico trasciende su tiempo, encierra una verdad universal: la ambici�n, los prejuicos, la envidia, la bondad, el amor; son �stos los temas eternos. El cuento es una muestra de fuerza: el decir que, aun pudiendo, <<no pienso escribir m�s>>.

Es ese <<aqu� me planto>>del cuentista lo que le aparta de los dem�s, el tomar postura social y literaria en tan s�lo cinco p�ginas. En fin, el don de saber donde parar. Ya lo quisieran tener muchos.

V. Stevenson, 2002

 

El Sacrist�n

por W. Somerset Maugham. (T�tulo original: The Verger)

Aquella tarde se hab�a celebrado un bautizo en la iglesia de San Pablo en Neville Square, y Albert Edward Foreman a�n llevaba su vestimenta de sacrist�n.

Ten�a una prenda nueva, de pliegues tan r�gidos y voluminosos que parec�a hecha no de lana de alpaca sino de bronce escultural, pero �sta la reservaba para bodas y funerales pues cuando de tales ceremonias se trataba la iglesia de San Pablo era la predilecta entre la gente de bien. La que vest�a ahora estaba un tanto usada, condici�n sin embargo que no le imped�a llevarla con cierta complacida dignidad puesto que conformaba se�al y s�mbolo del oficio que desempe�aba, y cierto era que las veces que andaba sin ella (se la quitaba antes de irse a casa) siempre experimentaba la sensaci�n desconcertante de ir algo ligero de ropa.

Le dedicaba un cuidado esmerado: era �l mismo quien la lavaba y planchaba. Hab�a pose�do varias de estas vestimentas a lo largo de los diecis�is a�os que ven�a ejerciendo de sacrist�n en la iglesia, y jam�s se hab�a sentido capaz de deshacerse de ninguna de ellas cuando ya no serv�a. De este modo, cada vez que tocaba retirar una, �sta - cuidadosamente envuelta en papel de color marr�n - iba a sumarse a la ya larga secuencia que llenaba los �ltimos cajones del armario en su habitaci�n.

Ahora el sacrist�n se atareaba discretamente; volvi� a colocar la tapa de madera pintada sobre la pila de m�rmol, retir� la silla que se hab�a tra�do para una se�ora anciana y achacosa y luego se qued� esperando a que el p�rroco terminara en la sacrist�a para poder ordenarla e irse a casa. Al cabo de un rato le vio cruzar la canciller�a y santiguarse ante el altar principal, para despu�s venir caminando en su direcci�n por el pasillo central; a�n no se hab�a quitado las propias vestimentas.

- Y �ste, �por qu� no se menea? - dijo el sacrist�n para sus adentros - �es que no ve que un servidor tiene hambre?

Poco tiempo hac�a que el aludido, un hombre cuarent�n de facciones coloradas, ostentaba el t�tulo de p�rroco en Neville Square, y Edward Albert a�n lamentaba la marcha de su predecesor, un cl�rigo a la vieja usanza quien predicaba sermones l�nguidos con una voz plateada y sal�a a cenar a menudo con los m�s aristocr�ticos de sus feligreses. Si bien le gustaba tener cada cosa en su lugar no se le pod�a tachar de mani�tico; �ste en cambio insist�a en meter las narices en todo. Pero Edward Albert era tolerante: el nuevo reverendo proven�a del East End y no se pod�a esperar que se adaptara de la noche al d�a a las costumbres discretas de su gentil congregaci�n.

- Todo este traj�n - se dijo Edward Albert. - Pero tiempo al tiempo, ya aprender�.

Cuando el pastor hubo avanzado por el pasillo lo suficientemente como para poder dirigirse a su sacrist�n sin alzar indecorosamente la voz, se detuvo.

- Foreman, haz el favor de acompa�arme a mi oficina un momento. Quisiera hablar contigo.

- Como desee se�or.

El religioso le aguard� hasta que estuvo a su lado y entonces los dos hombres caminaron juntos por la iglesia.

- Muy bonito el bautizo, se�or, de veras. Me he fijado en como la criatura ha dejado de llorar cuando usted la ha tomado en sus brazos.

- Yo tambi�n me he fijado a menudo en eso - dijo el cura con una leve sonrisa. - Al fin y al cabo he tenido bastante experiencia.

Ya sab�a que las m�s de las veces era capaz de calmar a un lactante lloriqueante con su manera de sostenerlo y esto le era motivo de un sosegado orgullo; tampoco se mostraba del todo indiferente a la divertida admiraci�n con que las madres y ni�eras le observaban mientras acomodaba al reci�n nacido sobre la manga de la sobrepelliz. El sacrist�n por su parte sab�a que le gustaba que este don suyo fuera reconocido.

El p�rroco entr� primero en la sacrist�a, y Albert Edward se sorprendi� un poco cuando al seguirlo se encontr� all� con dos miembros del consejo, a quienes no hab�a visto entrar. Le saludaron inclinando amablemente la cabeza.

- Buenas tardes milord. Buenas tardes se�or. - Les dijo al uno y al otro.

Eran dos se�ores de edad avanzada, y llevaban en sus cargos casi tanto tiempo como Edward Albert en el suyo. Estaban sentados detr�s de una hermosa mesa de refectorio que el p�rroco anterior hab�a tra�do a�os atr�s de Italia; el actual tom� asiento en la silla que hab�a entre los dos. Edward Albert les qued� mirando, con la mesa de por medio, y con un ligero malestar se preguntaba cu�l podr�a ser el problema. Se acordaba de aquella ocasi�n cuando la organista se hab�a metido en una situaci�n comprometida y de cu�ntas molestias les cost� tapar el asunto. En una iglesia como la de San Pedro en Neville Square, no pod�an permitirse esc�ndalos. La cara rubicunda del p�rroco compon�a una expresi�n de resoluci�n benigna, pero a los otros dos se les ve�a bastante inc�modos.

- Les tiene mareados, eso es - se dijo el sacrist�n. � Les ha estado dando la lata para que hagan algo, y ese algo no les gusta para nada. Eso es lo que hay, podr�a jur�rmelo.

Estos pensamientos, sin embargo, no se le pod�an leer en las facciones elegantes y distinguidas. Permanec�a de pie mir�ndoles con una actitud respetuosa, pero de ninguna manera obsequiosa; antes de desempe�ar su actual oficio eclesi�stico hab�a sido mayordomo, y eso en las mejores casas, por lo que sus modales eran irreprochables. Hab�a empezado como recadista de un mercader ricach�n, y poco a poco hab�a avanzado desde el puesto de cuarto ayudante de c�mara hasta primero; luego durante un a�o sirvi� de mayordomo en casa de la viuda de un noble y m�s tarde, hasta que le sali� el puesto en la iglesia, hab�a ejercido el mismo oficio en casa de un embajador retirado con dos hombres a sus ordenes. Era alto, delgado y digno; su aspecto recordaba si no el de un duque, por lo menos el de un actor a la vieja usanza especializado en encarnar duques. Se portaba con tacto, firmeza y entereza. El suyo era un car�cter impecable.

El p�rroco empez� sin pre�mbulos:

- Foreman, tenemos algo desagradable que decirte. Llevas much�simos a�os aqu� y creo que Su Excelencia y el General estar�n de acuerdo conmigo cuando digo que has cumplido las responsabilidades de tu cargo a la satisfacci�n de todos.

Los dos coadjutores asintieron con la cabeza.

- Pero el otro d�a llegu� a enterarme de la m�s extraordinaria de las circunstancias y me cre� en la obligaci�n de comunic�rselo a los se�ores del consejo. He sabido para mi asombro que no sabes ni leer ni escribir.

La cara del sacrist�n no se inmut�:

- El �ltimo reverendo lo sab�a se�or, - le contest� � y no le importaba para nada. Siempre dec�a que hab�a demasiados maestrillos y librillos para su gusto.

- Es la cosa m�s incre�ble que he o�do, - exclam� el General. - �Quieres decir que llevas diecis�is a�os como sacrist�n en esta iglesia, y nunca has aprendido ni a leer ni a escribir?

- Empec� en el servicio dom�stico cuando ten�a doce a�os, se�or. La cocinera donde mi primera colocaci�n intent� ense�arme una vez, pero no le pillaba el truco, que digamos, y luego con una cosa y otra ya no tuve tiempo. Y nunca me ha hecho falta, la verdad; me parece que hoy en d�a hay muchos j�venes que pierden su tiempo leyendo cuando podr�an estar haciendo algo m�s provechoso.

- Pero �no quieres leer las noticias? � pregunt� el otro caballero. - �Nunca has querido escribir una carta?

- No milord, me parece que me las arreglo as� como estoy. Y resulta que �ltimamente los peri�dicos traen muchas fotograf�as y ellas me ayudan bastante a mantenerme al corriente. Luego si quiero escribir una carta, pues mi se�ora esposa es muy instruida y ella me la hace. Y tampoco soy de los que corren apuestas.

Perturbados, los dos coadjutores miraron de reojo al p�rroco y despu�s bajaron la vista a la mesa.

- Bien, Foreman, he hablado de este asunto con los se�ores del consejo y est�n completamente de acuerdo conmigo en que esta situaci�n es imposible. No podemos permitir que el sacrist�n de una iglesia como la nuestra sea analfabeto.

Albert Edward no dijo nada, pero su cara delgada y normalmente cetrina se puso colorada.

- Compr�ndeme Foreman, no tengo ninguna queja contra ti personalmente. Desempe�as tu trabajo satisfactoriamente y tengo la m�s alta opini�n tanto de tu car�cter como de tu capacidad; pero en toda conciencia no podemos seguir corriendo el riesgo de que nos ocurra alguna desgracia debido a esta lamentable ignorancia tuya. Es una cuesti�n no s�lo de principios sino de prevenci�n.

- Oye Foreman, �y no podr�as aprender..? � pregunt� el General.

- No se�or, me temo que no; ya no. Ver�, ya no soy tan joven y si no me entraban las letras antes cuando era un chaval�n pues con menos raz�n iban a entrarme ahora.

- No queremos ser injustos contigo Foreman, pero los consejeros y yo nos hemos decidido: te concederemos tres meses y si al t�rmino de dicho plazo todav�a no has remediado esta falta me temo que tendremos que prescindir de tus servicios.

A Albert Edward no le hab�a gustado nunca el nuevo p�rroco. Llevaba diciendo desde el principio que hab�an metido la pata mand�ndole para la iglesia de San Pablo. Carec�a de la clase necesaria para una congregaci�n tan fina. Ahora se irgui� un poco: �l mismo conoc�a su propio valor y no iba a permitir que le avasallaran.

- Lo siento mucho se�or, pero me temo que no hay remedio. Tengo la mollera demasiado dura ya para que me entren cosas nuevas. He vivido todos estos a�os, que no son pocos, sin saber leer ni escribir y sin querer pecar de orgulloso, pues quien a s� mismo se alaba mal acaba, no tengo reparos en decirle que he cumplido con mi deber en esta vocaci�n que la divina providencia ha querido que yo ejerza, y aun si pudiera aprender ahora pues dudo mucho que quisiera.

- Muy bien Foreman. As� las cosas me temo que tendr�s que marcharte.

- Si se�or, comprendo, por m� no hay inconveniente. Renunciar� tan pronto haya encontrado usted a quien me sustituya.

Pero cuando Albert Edward, con su educaci�n de siempre, hubo cerrado la puerta tras �l, dejando all� al p�rroco con los dos coadjutores, no pod�a mantener el aire de imperturbable dignidad con la que hab�a encajado el duro golpe recibido, y empezaron a temblarle los labios. Se fue caminando lentamente a la sacrist�a donde colg� sus vestimentas en la percha que las aguardaba. Se le escap� un suspiro mientras pensaba en todos los funerales solemnes y todas las bodas elegantes que hab�a presenciado. Orden� las cosas, se puso el abrigo, y con el sombrero en la mano volvi� por el pasillo. Cerr� la puerta principal y ech� la llave. Caminando lentamente, cruz� la plaza, pero tan sumido iba en sus l�gubres pensamientos que dej� atr�s la calle que conduc�a a su casa y la buena y reconfortante taza de t� que all� le esperaba; en fin, se equivoc� de camino. Caminaba muy lento: no sab�a qu� hacer. No le apetec�a nada volver al servicio dom�stico; despu�s de pasar tantos a�os sin otro amo que �l mismo � porque dijeran lo que dijeran el p�rroco y el consejo, era �l quien aseguraba el buen funcionamiento de la iglesia � no pod�a rebajarse ahora a buscar una colocaci�n. Ten�a sus ahorros, pero la cantidad, aunque no despreciable, no era suficiente como para vivir sin trabajar y menos a�n cuando la vida cada a�o resultaba m�s cara. Nunca se le hab�a ocurrido pensar en esta eventualidad: los sacristanes de la iglesia de San Pablo, como los Papas de Roma, ten�an un cargo vitalicio. A menudo hab�a pensado en el serm�n que dedicar�a el reverendo, en los maitines del primer domingo tras su muerte, al car�cter ejemplar del finado sacrist�n Albert Edward Foreman y el largo y fiel servicio por �l brindado. Suspir� profundamente. Nuestro Albert Edward no fumaba y era totalmente abstemio, aunque se conced�a a s� mismo cierta licencia; es decir, gustaba de tomar un vaso de cerveza con su cena y cuando se sent�a cansado le apetec�a fumar un buen cigarrillo: ahora pens� que fumarse uno le consolar�a y como nunca llevaba tabaco encima empez� a mirar arriba y abajo en busca de un sitio que expendiera Gold Flake. Al no ver ninguna tabaquer�a ech� a caminar un poco m�s; era una calle larga que contaba con abundantes tiendas, pero no hab�a ninguna donde uno pudiera comprarse tabacos.

- Qu� raro � se dijo Edward Albert.

Para estar seguro volvi� a bajar por la misma calle que acababa de subir: no, ya no le cab�a ninguna duda. Entonces se qued� un rato all�, mirando pensativamente a su alrededor.

- No puedo ser el �nico hombre que haya caminado por esta calle y querido echarse un pitillo � pens�. - Ya creo que uno podr�a hacerse un buen negocio aqu� si montara una tiendecita. De tabacos y golosinas, quiero decir.

Dio un respingo.

- Oye, pues vaya una idea � se dijo. � Es extra�o como te vienen las ideas cuando menos las esperas.

Y dio media vuelta y fue caminando a casa.

- Muy callado te veo esta tarde, Edward Albert � observ� su mujer despu�s de la cena.

- Es que estoy pensando � contest�.

Mir� el asunto desde los cuatro costados y el d�a siguiente volvi� a caminar por la calle de la v�spera; la suerte le acompa�o pues dio con una tiendecita en alquiler que parec�a ajustarse exactamente a sus prop�sitos. Al otro d�a ya hab�a firmado el contrato y, cuando un mes m�s tarde abandonara para siempre la iglesia de San Pablo en Neville Square, Albert Edward Foreman estableci� su peque�o negocio de tabaquer�a y papeler�a. Su esposa opin� que era una verg�enza que uno que hab�a sido sacrist�n en Neville Square tuviera que rebajarse tanto, pero �l respondi� que soplaban vientos de cambio y que la iglesia ya no era como antes, y que en adelante �l dar�a a C�sar lo que era de C�sar. A Albert Edward las cosas le fueron muy bien, tanto que despu�s de un a�o se le ocurri� que podr�a contratar a un encargado y poner otra tiendecita, de modo que busc� otra calle larga y sin tabaquer�a que tuviera un local en alquiler, y cuando la encontr� all� puso otro negocio y lo aprovision�. Esta empresa tambi�n fue un �xito. Entonces razon� que si era capaz de llevar dos tiendas pues muy bien podr�a llevar varias, as� que se ech� a caminar por la ciudad de Londres y cada vez que encontraba locales en alquiler en calles largas y sin tabaquer�a, los tomaba. En el transcurso de diez a�os adquiri� nada menos de diez tiendas y estaba ganando dinero a espuertas.

Cada lunes �l iba personalmente a cada una de sus tiendas para recoger las ganancias de la semana y llevarlas al banco. Una ma�ana cuando estaba depositando un gran fajo de billetes y una pesada bolsa de monedas, el cajero le dijo que el director deseaba verle. Le condujeron a un despacho y el director le salud� con un apret�n de manos.

- Se�or Foreman, quer�a hablar con usted sobre el dinero que tiene depositado con nosotros. �Sabe a cu�nto asciende?

- Bueno se�or, no llevo las cuentas hasta la �ltima libra como quien dice, pero en n�meros redondos creo que s�.

- Sin contar lo que ha ingresado esta ma�ana, su haber supera ya las treinta mil libras. Es una cantidad importante y hubiera pensado que sacar�a usted un mayor rendimiento mediante algunas inversiones.

- No quisiera hacer nada arriesgado, se�or. Yo s� que est� a buen recaudo aqu� en el banco.

- No debe preocuparse en absoluto. Le haremos una lista de valores de primera, le aportar�n unos intereses que a nosotros francamente ser�a imposible ofrecerle.

Una sombra de duda descendi� sobre los rasgos distinguidos del se�or Foreman. � No me he metido nunca en aquello de valores y acciones. Tendr�a que dejarlo todo en sus manos. � Dijo.

El director sonri�. � Deje los detalles a nuestra cuenta. Lo �nico que tendr� que hacer es firmar las autorizaciones.

- Bueno, as� las cosas todo parece f�cil � dijo Albert, poco convencido. � Pero �c�mo habr�a de saber qu� clase de cosa estoy firmando?

- Sabe usted leer, supongo � dijo el director, impacient�ndose un poco.

El se�or Foreman le dirigi� una sonrisa c�ndida:

- Bueno se�or, ah� est� la cosa. No puedo. S� que parece raro, pero es as�, no s� ni leer ni escribir; �nicamente mi nombre, y eso s�lo cuando empec� con los negocios.

El director salt� de su asiento, de tan sorprendido estaba: - �Esta es la cosa m�s extraordinaria que he o�do jam�s!

- Ver� usted, c�mo se lo explico� Es que nunca tuve oportunidad de aprender hasta que era demasiado tarde, y entonces no quise. No s�, me puse como terco.

El director del banco le miraba con ojos desorbitados, como si contemplara alg�n engendro prehist�rico.

- �Pretende decirme que ha montado este importante negocio y amasado una fortuna de treinta mil libras sin saber empu�ar una pluma? Dios bendito, �d�nde estar�a ahora este hombre si pudiera leer y escribir!

- Eso s� se lo puedo decir, se�or � dijo Albert Edward Foreman, un amago de sonrisa apareciendo en sus a�n aristocr�ticas facciones � yo ser�a el sacrist�n de la iglesia de San Pablo en Neville Square.

**FIN**

Traducci�n � V. Stevenson 2002